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Los libros repentinos, Pablo Gutiérrez

Los libros repentinos, de Pablo Gutierrez, lo tiene todo; primor en la palabra, con hallazgos inusuales: estabular, escorrentía, telegénica, caliche, osmotizar, consiliario, baratario, arriate, vesania; realismo social; música gramatical; li-te-ra-tu-ra. El problema, el pecado de Los libros repentinos es que no nos llega santificado por la rúbrica del tiempo. Hay quien piensa que la literatura es un ejercicio de posteridad, algo que solo tiene valor cien o doscientos años después. Los que sostienen esta lógica acomplejada suelen afirmar: solo leo clásicos, perfumándose así de cierta impostura elitista y olvidando que Lope o Cervantes o Flaubert también estrenaron en vida, también vieron sus obras en el escaparate del momento antes de que pasaran al escaparate fabuloso del canon. Parece que ciertas obras clásicas han estado siempre en la escena cultural hace doscientos años. Nunca fueron presente. Resulta que no.

Escrito en tercera persona, Los libros repentinos responde a lo que en España siempre se ha etiquetado como realismo social, una suerte de costumbrismo localista que no tiene aspiraciones universales pero que al final acaba epatando con el lector porque todo el mundo conoce aquello que se está contando. Y porque al fin y al cabo un barrio es un barrio en cualquier parte del mundo, solo cambia el lenguaje. El argumento de Los libros repentinos es sencillo: una viuda de barrio pobre topa con una colección de libros que empieza a devorar con inusitada fiereza, los libros son de Baroja, Buero Vallejo, García Lorca, Ortega y Gasset, Valle Inclán, la lista es imperial e incontestable. La viuda (la vieja) empieza gracias a la lectura a releer su propia biografía, vemos el barrio de casas baratas erigirse durante lo que se ha terminado por llamar tardofranquismo, vemos el auge y la caída de la heroína, vemos a los vecinos del barrio, sus tribulaciones, sus embarazos más o menos deseados, su particular derrota, vemos en definitiva la vida lumpen de las afueras. Un buen día los vecinos del barrio reciben este bando del ayuntamiento: Se prohíbe tender la ropa en ventanas y balcones exteriores. Y la novela se convierte en una deliciosa crónica de rebelión barrial. La vieja se alza como líder y el barrio vive una floración comunal. No sigo para no destriparte el libro.

Por su ritmo y por su delicadeza sintáctica la prosa de Pablo Gutiérrez vuela y, por momentos, uno tiene la sensación de que la novela se va creando con la lectura, como si en realidad solo estuviera impresa mientras uno la lee, cosa que si se piensa bien, es absolutamente cierta siempre. Nada está escrito hasta que no es leído.

Una buena muestra del estilo de Pablo Gutiérrez es el inicio del tercer capítulo de la primera parte: Los años ochenta y los noventa, cada cual con su mito y su sustancia, su serie de TV y su monomanía: las drogas de los ochenta te tumbaban sobre un colchón despellejado, el jaco era mejor que follar, mejor que beber, mejor que bailar, e impedía que hicieras cualquiera de las tres cosas; las drogas de los noventa son vitaminas, no te duermen, te dopan, eres un caballo de carreras, eres mil veces más fuerte, no necesitas cucharas ni papel de aluminio, las píldoras caben en la yema de un dedo; las drogas de los ochenta eran tan vulgares, el aparejo de la goma, la aguja y la sangre, los yonquis sólo eran yonquis y por tanto una especie subhumana; los yonquis finiseculares son empresarios, directores de banco, estrellas de la TV, adoradores del sol, hetarias, danzarines, jugadores de fútbol, contratenores, chicas muy guapas que sólo quieren bailar y tomar drogas, suena la peor música del mundo, pero suena al compás de las embestidas del porno, ya nadie folla suave como en las melopeas de Pink Floyd, no se trata de darse besos sino de darse asco, el asco también es sexy, no es la unión del derviche y la ninfa, no hay incienso ni luces estroboscópicas ni rock sinfónico, se folla por competición, hay sexo de cinco minutos, y de tres horas con pausas para nuevas consumiciones, hay un instante, hay urgencia, hay que hacerlo todo esta noche, un juego de rol donde siempre gana el más cabrón.

Hay que leer de todo. Novela, ensayo, periodismo, poesía, relatos. Pero sobre todo hay que mirar con cierto cariño lo que se produce hoy, lo que los escritores de hoy dicen sobre el hoy. No leemos a Shakespeare para que nos pinte la vida del siglo XXI, leemos a Shakespeare empujados por un canon que puede verse alterado a lo largo de la historia. El valor del clásico (contradictoriamente) es un valor testimonial (un testimonio que no envejece), el valor de lo que se escribe hoy, de lo que se está escribiendo ahora, es un valor fugaz y por ello hermoso, que solo durará unos meses y lo perderemos para siempre. Para los clásicos siempre habrá tiempo, para los contemporáneos, para los escritores que se dan de puñetazos cada día con el presente, solo hay una oportunidad.

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Diarios (volumen 3), Iñaki Uriarte

Frente a las apabullantes solapas de las novedades editoriales, que descubren una obra maestra cada mes, esto es lo que dice la solapa del tercer volumen de los Diarios de Iñaki Uriarte: Iñaki Uriarte nació en Nueva York (1946), es de San Sebastián y vive en Bilbao. Nada más; se agradece la asepsia de la editorial (Pepitas de calabaza) para que sea el lector el que ponga los adjetivos una vez ejecutada la lectura. Hay solapas que parecen querer ahorrar la lectura del libro: basta con leer el elogio y la presunción de obra maestra, basta con ponderar el libro para que su aroma despierte la pituitaria de la razón, tan acostumbrada al perfume caro. Pepitas de Calabaza, desde su lema (una editorial con menos proyección que un cinexín), se descubre sin tapujos y con humor. Hay más honestidad en un solo libro de Pepitas de calabaza que en toda la colección de los Planeta. La honestidad, amigos, no vende libros, pero hace libros hermosos para lectores honestos. La historia paralela de la literatura es una colección de buenas maneras (que no intenciones).

Dijo Umbral que los diarios son literatura en estado puro. Yo creo que un diario debe reflejarlo todo a condición de que no pase nada, o sea, que el diario es el ruido de fondo de los días, el silencio que se va posando con delicada paciencia sobre los acontecimientos, esas cosas que pasan mientras uno pone la lavadora, hace la comida, limpia el polvo u ordena la habitación. En un diario íntimo podemos ver la destreza de alguien que escribe porque solo está en juego la palabra, no hay argumento ni muertos que descifrar, solo lenguaje. El verdadero interés de los diarios no es ver con qué famoso se codea el diarista, qué confidencia escucha o qué secreto revela; si no hay sinfonía léxica el diario se viene abajo. Mientras que la novela trata de reproducir el paso del tiempo, en el diario el tiempo queda suspendido; no hay transcurrir temporal porque todos los días parecen el mismo día.

Iñaki Uriarte demuestra con este tercer volumen de sus diarios que no es necesario sufrir una vida trepidante para contarlo, solo hacia el final del libro una invitación en Nueva York parece agitar la cotidiana tranquilidad del vasco. En esa invitación asistimos a una conferencia que Iñaki Uriarte dará gracias a la publicación de los dos volúmenes anteriores, algo que espolea su ego pero que mira siempre de reojo, sospechando que la publicación de sus diarios es un ejercicio fantasmal, como si uno fuera la transparencia melancólica a través de la que todos pueden mirar.

Tres son los ingredientes de la prosa de Uriarte: la claridad, el humor y un intelectualismo a veces naif, a veces bizarro. Escribir con claridad para poner en limpio el día o la cabeza parece ser el objetivo de todo diario que se precie. Así, encontramos irreverencia: Hoy han dejado en el buzón dos folletos de propaganda. Uno de un cocinero japonés a domicilio. «¿Quieres comer en casa tranquilamente y no hacer nada?». Firma Hirotomo Sunada. Proporciona su teléfono y su email. El otro prospecto llega desde el gobierno vasco. Es publicidad de la famosa «consulta» de Ibarretxe. No trae teléfono ni email. También pregunta algo. Lo rompemos y guardamos el de Hirotomo Sunada, que parece menos tramposo y redactado en un lenguaje más claro. Encontramos citas sublimes: «No hay normas. Todos los hombres son excepciones a una regla que no existe» (Pessoa). Encontramos reflexiones de toda índole: «Ayer hice unos cálculos», le dije a María en el coche. «Imagínate Amsterdam en el año 1649. La ciudad más floreciente del mundo. Del tamaño de San Sebastián. Unos 130.000 habitantes. Y ahora piensa en una calle llena de gente, a media mañana. Y en cuatro hombres que caminan por separado. Cada uno va a lo suyo. El primero tiene 56 años. Es Descartes. El segundo, 42. Es Rembrandt. No lejos de ellos, mirando en direcciones distintas hay dos jóvenes. Los dos tienen 17 años. Uno es Vermeer y el otro Spinoza. Todos en la misma calle, en una ciudad del tamaño de San Sebastián, en la Avenida, por ejemplo».

Los Diarios de Iñaki Uriarte no son una obra maestra, pero resultan imprescindibles para hacer algo imprescindible en estos tiempos extraños: disfrutar con la lectura.

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En la orilla, Rafael Chirbes

Escribir en primera persona es un recurso antiguo y demoledor: todo lo que se cuenta precedido de un yo parece abrigado por una verdad incuestionable. Así empieza el segundo capítulo de En la orilla: He sentado a mi padre frente al televisor. Nadie puede poner en duda una frase así. Aceptamos desde las dos primeras palabras que todo lo que vendrá a continuación será cierto. En narrativa nada tiene más fuerza que la primera persona del singular, desde el Lazarillo de Tormes hasta hoy. En su contra, la clásica tercera persona del singular propone como punto de partida un juego de espejos en el que el lector está constantemente preguntándose de dónde viene la imagen que lee, esto es: ¿quién es el que está narrando? Cada vez nos cuesta más aceptar la figura del escritor. La tercera persona es hija de la burguesía y la primera persona del singular parece casi siempre dicha por el pueblo. Rafael Chirbes no podía elegir otro punto de vista para contarnos la crisis.

En la orilla arranca con un breve capítulo escrito en tercera persona. Un narrador todopoderoso despliega un cuadro de situación. Aparece un cadáver y ya toda la novela nos estaremos preguntando quién es el muerto, un truco un poco chusco si la apuesta es el estilo y no el argumento, en realidad el muerto se nos olvida mediado el libro y todo lo que aparece no es más ni menos que la arquitectura desvencijada de la corrupción, unos andamiajes hechos de dinero negro, falsas expectativas y desenfreno en el gasto. El hombre como animal perdido que agitando la VISA parece agitar su propia vida.

La novela de Rafael Chirbes tiene algo de biblia urbana, tanto en la elección del protagonista (un carpintero) como en el tono (la parábola). La crisis está sirviendo para expurgar el pasado; nadie juzgaría desde un plano moral el pasado económico de España si no se hubiera producido esta hecatombe económica; quiero decir que el aeropuerto de Castellón, las mordidas que se producían/producen en las administraciones públicas y demás asuntos no son los causante de la situación actual y que tratar de simplificar el problema es una trampa y una excelente excusa para escribir una novela. La época del pelotazo no ha terminado, basta con echar una ojeada a los numerosos casos de corrupción que aún hay abiertos en la Audiencia Nacional.

La crisis (no podía ser de otro modo) va dando sus frutos culturales. He leído en algún periódico que esta novela de Chirbes es la gran novela de la crisis. Puede ser. Ignacio Escolar la recomendó (junto con Crematorio) en Italia hace unos meses en un encuentro al que fue invitado. Si la novela es la foto que queda de una época, En la orilla puede ser un buen cuadro de estos años. Hay mucha melancolía y mucha culpabilidad en todo el libro, mucho arrepentimiento por lo que se hizo o por lo que no se hizo. Como todas las crisis, lo que está en juego no es el presente ni el futuro, sino el pasado.

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El cielo protector, Paul Bowles

Paul Bowles se hizo famoso por vivir en Tánger y por fumar gloriosos canutos de hachís. Además, para los estadounidenses era todo un mito: alguien capaz de preferir Tánger a Nueva York renunciando a la gran metrópoli como medio de afirmarse frente a los demás; sólo un loco puede preferir Tánger a Nueva York. Por la casa tangerina de Paul Bowles pasó lo más selecto de la generación Beat, además de Tennessee Williams, Truman Capote, Djuna Barnes y otros.

La vida de Paul Bowles da para una película, muchas veces el personaje que construye para sí un autor es muy superior a su obra. Paul Bowles representa ese arquetipo como pocos. Su literatura no es excelente, su figura en cambio resulta apasionante. ¿Se esmeró Paul Bowles por engordar esa figura o fueron los otros quienes mitificaron la vida marroquí del escritor americano? Me pregunto hasta dónde llega la propia voluntad en la construcción de una máscara.

Escrito en tercera persona, con una técnica muy elemental y heterodoxa, El cielo protector narra las accidentadas vacaciones de un extraño trío norteamericano: un joven matrimonio y un amigo de ambos. El matrimonio atraviesa una crisis y el viaje por el desierto africano parece planeado como trampolín para saltar a la estabilidad. Siempre salimos a buscar ahí fuera algo que nos falta dentro. El hombre es un ser en falta, que dijo Jacques Lacan. Cifrar la carencia como algo numeral es un error que nos lleva a emprender viajes absurdos, a huir o a plantear la vida como una constante huida. Los personajes de El cielo protector vacacionan sus problemas creyendo que en el exotismo desolado del desierto podrán encontrar aquella carencia, aquella felicidad perdida. Lo que encuentran es un dislocamiento con la realidad: el Sahara no tiene compasión con los desorientados, en Manhattan siempre puedes preguntarle a alguien cómo llegar a Central Park.

La novela tiene a veces aspiraciones metafísicas: el cielo aquí es muy extraño. Cuando lo miro, a menudo tengo la sensación de que es algo sólido, allá arriba, que nos protege de lo que hay detrás. El cielo protege al hombre de la nada, una revisión de ese mito religioso: Alguien le había dicho una vez que el cielo esconde detrás la noche, protege a la persona que está debajo del horror que hay arriba. Ese parece el propósito de Paul Bowles a lo largo de las páginas del libro, dibujar la indefensión del hombre Occidental desposeído de su entorno, un entorno a fin de cuentas ficticio, pues la verdad del mundo no son las catedrales y los rascacielos. La verdad del mundo es la lucha del hombre por dominarlo.

La cultura norteamericana, que explica los procesos históricos mediante el mito del individuo y el espectáculo ajeno de la historia, está en juego constantemente en la narración, el protagonista (Port), egocéntrico y atormentado, dice: —¿Humanidad? —exclamó Port—. ¿Qué es eso? ¿Quién es la humanidad? Te lo diré. La humanidad es todo el mundo salvo uno mismo. Entones, ¿qué interés puede tener para nadie? Los americanos miran con escepticismo la historia, desconfían de ella. El bagaje del pasado es un lastre para el salvaje Oeste, y el americano medio contextualizado en un desierto se pierde porque como dijo Borges no hay laberinto más implacable.

Poco antes de su muerte leí una entrevista en la que afirmaba el viejo Bowles que fumaba hachís a diario; decía que el primer canuto del día le clavaba a la silla y ya no se levantaba hasta bien entrada la tarde. El cielo protector fue escrita en los años cuarenta, no fue hasta la adaptación de Bernardo Bertolucci que subió a los altares de la consagración. Yo creo que la novela no alcanza a obra maestra, no llega a la excelencia y está sobrevalorada. Demasiadas páginas de relleno en las que no se cuenta nada imprescindible; poca amplificación en las ideas centrales. El cielo protector forma parte de esos libros que se escriben para explicar algo, por ejemplo, que la vida es terrible y diamantinamente falsa; pero destila poco amor por la palabra, un uso excesivo de los diálogos que no conducen a nada y una trama que queda bien en la gran pantalla.

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La Cartuja de Parma, Stendhal

Hay una leyenda, no sé si falsa, que dice que Stendhal tardó 53 días en escribir La Cartuja de Parma. Se suele tardar mucho más en escribir un libro que en leerlo, Henri Beyle, cuyo nombre me parece mucho más sugerente que su seudónimo, parece que tiene el récord por lo bajo. He leído La Cartuja de Parma primero con entrega, luego con curiosidad, luego con resignación, incluso obligándome a mí mismo, cosa que no me gusta nada; la lectura debe ser un placer, para obligaciones ya tenemos un montón de asuntos vitales.

Se me ocurren las siguientes apreciaciones en torno a La Cartuja de Parma: La estructura es precaria y apresurada. En numerosas ocasiones el autor hace elipsis de varios días con un punto y aparte (a veces incluso meses), como si le molestara el tiempo, y ese me parece precisamente el error de la obra: que el tiempo no tiene entidad, las cosas suceden como en fotografías estancas, que no se relacionan unas con otras. Vemos Waterloo, vemos el lago de Como, vemos una familia aristocrática posando para la nada. Lo que sucede parece responder a la composición del relato de una vida (la del protagonista, Fabrizio). La puntuación del texto me resulta molesta, muy trabada. Ahora viene lo gracioso: Que el tiempo no tenga entidad, que la estructura parezca precaria o apresurada, que la puntuación parezca defectuosa… todo esto en otro libro puede pasar por genial. ¿Por qué en este no? Porque se supone que La Cartuja de Parma es una obra capital en el llamado movimiento realista, una pieza clave para comprenderlo.

Se me ocurre que realismo no es fotografiar un hecho, realismo es desplegar a la perfección en la cabeza del lector el aroma de una época, y poniéndonos estupendos, el sonido de aquel tiempo que pasó. Un maestro, una obra maestra consigue reproducir cien, doscientos años después, en la cabeza del lector, lo que sonaba mientras la obra era escrita. Y, atención, esto es lo más importante: que la música no suene a música antigua. O sea, que algo escrito hace pongamos cien años tiene que convencer porque debe sonar como si hubiera sido escrito ahora.

La Cartuja de Parma parece escrita hace mucho tiempo, y su hechura clásica podría pasar hoy en día por Best Seller, no otra cosa son los Best Seller más que literatura del diecinueve. Clasicismo industrializado.

La Cartuja de Parma pasa en un principio por novela de aventuras, con tintes políticos, o novela de intrigas palaciegas, donde el protagonista Fabrizio es movido como una marioneta por su tía y el amante de esta que tratan de conseguirle un puesto cardenalicio. Todo parece indicar que vamos a asistir a una estrategia de altos vuelos sociales para presenciar el ascenso a las tribunas religiosas de Fabrizio, pero mediada la novela el protagonista comete un asesinato y todo se vuelve entonces algo confuso. Fabrizio es encerrado y se enamora de la hija de su carcelero. Entonces la novela se convierte en una especie de Conde de Montecristo de bolsillo. Como curiosidad, añadir que el edificio de La Cartuja de Parma aparece solo en la última página del libro, cosa inquietante.

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El ajo dar

En abril de 2007 se hizo famoso en España un eslogan de la televisión autonómica madrileña —presidida entonces, desde el tamayazo de 2003, por Esperanza Aguirre— que se ha convertido en una obra maestra, voluntaria o no, de la publicidad de cuanto llevamos de este siglo. En el anuncio de la tele, varios rostros conocidos de la cadena aparecen, muy serios, en diferentes puntos de la capital; cada uno de ellos sujeta con ambas manos un espejo donde se refleja, ni más ni menos, la realidad, lo que hay a nuestro alrededor, lo que ellos nos cuentan. Esa es (era) la idea, según parece. Cuando se marchaba Sánchez Dragó, que era el último porque su programa se emitía por las noches, la estrellita de cinco colores de la cadena daba paso a una joya del calambur: «Espejo de lo que somos». Y a partir de ahí, la leyenda y las opiniones encontradas: que si había sido un descuido, que si todo era un mensaje contra la censura que se estaba cargando la cadena. Que cómo se podía ser tan torpe. Que cómo se podía ser tan genial.

La poesía procaz de todas las lenguas lleva siglos jugando a hacer calambures, y en español son muchos los que llevan jota. En el Cancionero de amor y de risa, López Barbadillo recoge unas seguidillas anónimas y de nuevo madrileñas que ya aparecían en la edición de 1892 de Venus retozona, aunque hay quien piensa que son muy anteriores. La primera de ellas dice así: «En Madrid robé un ajo / a una tendera; / me ordenó la justicia / que el ajo diera». No seguiré por ahí, pero aviso de que las otras tres concluyen la historia y abundan en los mismos condimentos.

«Estas palabras hay que oírlas, no leerlas», escribe Borges en su famoso texto sobre César y Marco Bruto y el gaucho y la sorpresa. Parafraseando a Borges, podemos recordar que a Samaniego se le atribuye otro de estos poemas especialmente indicados para escuchar más que para leer. Se trata de cinco coplas protagonizadas por los amantes Dora y Dido, y de nuevo el calambur busca en casi todas el verbo de otras veces, aunque el poeta se permitirá alguna que otra rima distinta, siempre con el mismo fonema perturbador:

Casose Dora la bella

con Dido, y Dido intentó,

la noche que se casó,

hacerle un hijo, hijo de ella.

Como pasó mala noche

aquella en que fue casada,

se levantó al otro día

con toda la cara ajada.

Desde que le vio su padre

con el semblante perdido,

enojado le pregunta:

«¿Quién te ha casado, hijo Dido?».

Un hijo piden a Dora

los de su casa cantando,

y Dido le dice a Dora:

«¿Hijo piden? Hijo damos».

Para pan y para aceite

a Dora y Dido pidieron,

y fueron tan liberales

que con gran despejo dieron.

Obsérvese que, para leer «bien» el último verso, hay que ponerle puntos suspensivos a algo que no cabe en ocho sílabas.

Del Jardín de Venus rescato una décima, más bien discreta, que juega con el tópico de las pretendidas beatas y que otra vez hace del calambur malsonante —que ha llegado hasta hoy en diversos chistes, siempre muy malos— la excusa de la composición:

Madre e hija con su manto

devotas al templo vienen,

no eran aquellas que tienen

devoción con algún santo.

La madre al divino canto

atiende, y cuando el tenor

computas dijo al cantar,

exclamó: «Mi dicha es fija,

mira que nos llaman, hija,

vamos al altar mayor».

Cuando Vicente García de Diego entró en la Academia, recordó que la falsa etimología de la voz gazapatón nos sigue haciendo creer, erróneamente, que se trata de un gazapo grande. Y no: la primera acepción de gazapatón en el DRAE es ‘expresión malsonante en que se incurre por inadvertencia o por mala pronunciación’. Pues bien: desde aquel dulce que lamían a destiempo Salicio y Nemoroso hasta la legendaria e intemporal Égloga de Domingo Tera, pasando por algunas canciones de Académica Palanca —la más célebre es «La apoyadura»— o numerosas identidades apócrifas en Facebook, el calambur, y muy especialmente el calambur malsonante, sigue dando pie y medio a que los poetas se regodeen en ajos, espejos, hijos y dones mientras nos echan las culpas de todo a nosotros, que no hacemos más que leer en voz alta, ingenuos, inocentes, gazapatoneando.

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Rayuela de Julio Cortázar

La primera vez que leí Rayuela tenía diecisiete años. Empezaba a fumar y a entender que el mundo quedaba comprendido en los indescifrables meandros del humo de mis cigarrillos. Fumaba y leía como si fumar y leer fueran la misma y extraña cosa. Había un personaje en el libro (Oliveira) atribulado por asuntos extraños o aburridos durante los primeros capítulos, luego todo se confundía en una prosa hipnótica, en frases imposibles donde las leyes de la sintaxis saltaban por los aires. Oliveira tenía una novia o algo que se parecía a una novia (La maga). Con Rayuela aprendí a leer.

Creo que lo peor que me pudo pasar en la vida fue leer Rayuela a los diecisiete años y creer que la literatura era eso. Rayuela no es el libro indicado para adentrarse en el bosque luminoso de la literatura. Rayuela es el libro indicado para terminar, cerrarlo y no volver a leer nunca más una novela. Yo lo hice al revés, primero leí Rayuela y luego todo lo demás (¿he dicho todo?).

En puridad Rayuela cuenta la siguiente historia: un grupo de amigos (el club de la serpiente) se reúne en apartamentos minúsculos y apocalípticos para escuchar música, beber alcohol y hablar de la vida y sus aledaños; se trata de un grupo heterogéneo y fantasmagórico: no sabemos quiénes son más allá de su nombre o de su exagerada anécdota. Todos parecen orbitar alrededor de la figura del protagonista: Horacio Oliveira.

El libro empieza con esta pregunta: ¿Encontraría a La maga? A los diecisiete años yo había dejado de hacerme preguntas porque todas habían quedado sin respuesta. Estudiaba en las escuelas profesionales Padre Piquer, obra social de la caja de ahorros de Madrid, jesuitas. Allí aprendí a defenderme de los demás tratando de ganarme su respeto. Una forma refinada y elegante de ganarte el respeto del otro consiste en no hablar: yo no hablaba o hablaba poco. Me hacía el interesante. Me construí un personaje para que todos creyeran que yo era alguien distinto. Alguien que leía libros.

El profesor de filosofía me cogió un día mi Rayuela y me dijo: eres muy joven para leer esto, ¿no? Yo sonreí.

Rayuela era un libro difícil, un libro para iniciados. A los diecisiete años yo quería pasar por culto y no me valía cualquiera, solo me valían los grandes, y Cortázar era (es) un gigante.

Rayuela tiene una estructura (un momento, ¿qué es la estructura?) fragmentaria (un momento, ¿fragmentaria?). Rayuela cuenta cosas a medias en capítulos que terminan demasiado pronto. O cuenta cosas crípticas en capítulos demasiado largos. Cuando yo tenía diecisiete años quería ser críptico y eterno, indescifrable y atemporal. Creo que los expertos andan aún descodificando algunos fragmentos del libro. Pasar a la posteridad significa mantener entretenidas a varias generaciones de críticos deshaciendo el puzle de la interpretación. Con diecisiete años yo quería ser indescifrable.

En realidad la novela no empieza con la pregunta que reproduje más arriba, no. La novela empieza con algo así como unas instrucciones. El autor nos explica cómo debemos leer el artefacto, el autor nos invita a recorrer el libro de otra forma, nos dice que podemos saltarnos páginas, volar hacia el final y retroceder; nunca tanto desorden colmó con tanta presteza las expectativas de un joven de diecisiete años que quería faltar a clase y esconderse en cafeterías somnolientas para leer el maldito libro.

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Los aprendices de brujo de Lisa Abend

Muchas veces en España sucede que uno, pese a ser una gran genio, tiende a ser desdeñado por sus propios compatriotas. Delante de un extranjero se nos llena la boca de su valía y no dudamos en colgarnos sus medallas (pues ya que compartimos pasaporte tenemos derecho a hacerlo). Sin embargo, en discusiones con otro español, no dudamos en poner a la misma persona a la altura del betún. La envidia, el deporte nacional, suele estar detrás de este curioso comportamiento. Da igual que la persona sea un deportista de élite como Ballesteros, un juez magistral como Garzón o un artista universal como Almodóvar. El reconocimiento en nuestro país cuesta conseguirlo y a veces la mejor forma de conseguirlo es muriéndose. Hoy vamos a hablar de una de estas personas que si bien goza de una alta reputación muchas veces es desdeñado incluso por sus propios colegas: el cocinero Ferran Adrià. Y lo vamos a hacer a través de los ojos de Lisa Abend y su libro Los aprendices de brujo (o, según algunas ediciones, de hechicero).

Abend es una periodista afincada desde hace un tiempo en Madrid. Es la corresponsal de la revista Times en nuestro país. En los últimos años hemos aparecido mucho en la prensa internacional, y no precisamente por motivos culinarios, por lo que Abend, a parte de seguir los pasos de Adrià, ha tenido bastante trabajo (irónicamente) gracias a nuestro país. No es la primera vez que escribe sobre gastronomía. Sus artículos sobre este tema han sido recogidos en una multitud de medios, desde The New York Times a revistas gastronómicas americanas. The Sorcerer’s Apprentices, título original del libro que hoy nos traemos entre manos, es el primero que ha publicado esta periodista (previamente profesora de Historia Española).

«Recordad, dice alzando su dedo índice a la altura de entre sus cejas en un gesto que pronto se convertirá en familiar, las recetas no es lo más importante que vais a llevaros de aquí. Lo que debéis de aprehender es el espíritu de el Bulli».

Los aprendices de brujo tiene un subtítulo muy importante: Una temporada en el Bulli. Esto fue, precisamente, lo que hizo Abend, pasar una temporada en el Bulli. Pero el motivo de su visita primordial no era hacer un diario sobre Ferran Adrià y sus genialidades. Cada año llegan (o mejor dicho llegaban) a el Bulli un grupo de aprendices a trabajar en el restaurante a cambio, solamente, de alojamiento y una comida. La pugna por ser uno de estos aprendices es mortal por lo que hay un complejo proceso de selección basándose en el CV que envían al restaurante. Uno de estos aprendices, por conseguir unas prácticas en el restaurante de Adrià, llegó a acampar a las puertas de la casa del famosos chef conmoviendo a la esposa de Adrià por su pasión culinaria. Abend analiza los motivos de cada uno para embarcarse en esa aventura siendo, algunos de ellos ya, cocineros profesionales que podrían vivir bastante bien gracias a sueldos generosos en otros resturantes con estrellas Michelin.

Los capítulos están divididos en meses, cubriendo así la totalidad de la temporada. En cada mes Abend no sólo nos va contando lo que sucede en el restaurante (preparación de los aprendices, apertura del restaurante, elaboración de nuevos platos, etc) sino que cada mes se centra en uno de estos aprendices, contándonos su historia pasada y su evolución e impresiones del restaurante donde han tenido el honor de ser seleccionados para trabajar. No todos los que empiezan consiguen acabar. Las labores que les son encomendadas son, para algunos, una pérdida de tiempo y deciden coger sus maletas e irse. Para algunos es una desilusión, ya que pensaban que iban a pasarse todo el día con Adrià haciendo experimentos en su laboratorio. Sin embargo el Bulli no sólo fue el mejor restaurante del mundo durante muchos años. Era también una escuela de altos cocineros. Y estos cocineros no se forjan a través de recetas sino de actitud en su trabajo. Eso es precisamente lo que Adrià busca que aprendan. el Bulli, como restaurante, ya no existe. Sin embargo su espíritu se mantiene a través de los múltiples discípulos que ha engendrado y que llevarán lo que han aprendido a todos los rincones del mundo.

La elección de la autora me parece una idea muy inteligente. Desconozco cómo surgió el proyecto y quién lo propuso a quién. Pero si hubiera sido un autor español en seguida se podría haber acusado a Adrià y al libro de promoción patriótica sinsentido y chauvinista. Al ser una autora extranjera todo lo que se narra en el libro tiene un cierta patina de neutralidad. Adrià es un genio pero es también humano. Y Abend no duda en describir esa faceta suya con detalles personales que otros habrían vetado porque les afea el retrato. Adrià quería que quedase documentada el día a día en el Bulli tal y como sucedía, con sus luces y sus sombras. Y el foco no es él, no es un libro para su mayor gloria. Quiere que se narre el proceso creativo y desde el punto de vista del aprendiz.

El 2009 fue una temporada determinante en el Bulli por muchos motivos. Fue la temporada en la cual se decidió que el restaurante cerraría sus puertas para refundarse (y así arranca el libro). Fue la temporada donde se modificó la duración de la misma adentrándose por primera vez en el otoño y pudiendo así jugar con nuevos ingredientes de temporada. Y fue también el año en que Santamaría lanzó un durísimo ataque velado en contra de Adrià en el cual llegaba a cuestionar incluso que los métodos que se usaban en la cocina molecular fueran aceptables desde un punto de vista sanitario. Todo esto y mucho más aparece descrito en el libro de Abend. Un libro que explica por qué el Bulli fue el mejor restaurante del mundo, cuál es el impacto en las vidas que tuvo en los que pasaron por allí y por qué su espíritu aún sigue vivo.

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Las cosas que no nos dijimos de Marc Levy

Hay un famoso proverbio chino que dice que hay tres cosas en la vida que nunca vuelven atrás: la palabra dicha, la flecha lanzada y la oportunidad perdida. La vida acontece en directo, no tenemos tiempo de ensayar, y a veces acertamos y otras nos equivocamos. De los aciertos no solemos acordarnos. Pero sí de los errores. Además, muchas veces nos torturamos pasándonos la película una y otra vez de nuestros fallos mientras pensamos eso de “ay, si tuviera otra oportunidad…”. Pues bien, hoy vamos a hablar de una novela de Marc Levy, el famoso autor francés, que precisamente trata sobre ese tema y cuyo título revelador ya anticipa al lector por donde van a ir los tiros: Las cosas que no nos dijimos.

Levy (Boulogne-Billancourt, 1961) es uno de los escritores más famoso del mundo y en su país es el escritor mas leído. Seamos sinceros, sus libros no son una gran innovación desde el punto de vista literario. Pero son bestsellers decentes, bien escritos y que atrapan el interés del lector. Levy tardó en llegar al mundo de la escritura, publicó su primera novela con casi 40 años, pero su entrada fue por la puerta grande. Su primera novela Et si c’était vrai (Ojalá fuera cierto) se convirtió en seguida en todo un bombazo llevándose incluso al cine. Las cosas que no nos dijimos fue publicada en 2008. Su última novela lleva por título La primera noche.

«Movida por la rabia, dio media vuelta y cruzó la habitación, decidida ahora a comprobar que el presentimiento que la embargaba era acertado».

Julia se encuentra en la cima del mundo. En el plano profesional es una trabajadora respetada y con éxito dentro del mundo de la animación. En el personal está justo a punto de casarse. Sin embargo todo está a punto de cambiar. A pocos días de la boda Julia recibe una llamada que le comunica que su padre ha fallecido en uno de sus viajes de trabajo. Su cuerpo pronto será repatriado y el funeral tendrá lugar justo el día en que estaba programada la boda, que tendrá lógicamente que cancelarse. Al día siguiente del entierro Julia recibe en su casa un paquete bastante peculiar, casi una broma macabra de su padre, que hará que se embarque en un viaje muy peculiar donde redescubrirá su propio pasado y la relación con su progenitor.

Y digo redescubrirá porque en el momento de arranque de la novela Julia y su padre prácticamente no hablan. Y es ahí donde el título de la novela cobra su verdadero significado. Julia busca en la novela la figura de su padre porque no la tuvo durante su infancia, centrado en su vida laboral sin hacer el más mínimo caso a su hija. O así lo percibe porque según su padre las cosas con diferentes. La culpa de que la relación entre ambos no sea buena es cuanto menos compartida. La distancia e incomunicación entre ambos no puede ser mediada por la madre que lleva ya varios años muerta (incluso los años previos a su muerte el Alzheimer la había dejado en otro mundo, aumentando así más la distancia entre ambos). Las relaciones disfuncionales se expanden también hacia el futuro pues Julia mantiene un relación bastante curiosa con su próximo marido.

Con la única persona con la que Julia consigue mantener una relación normal de confidencialidad es con su amigo Stanley, un anticuario de Nueva York. Ambos se conocieron en un momento en los cuales no estaban pasando por un buen momento y desde entonces forjaron una relación sincera donde se pueden decir de todo pensando en el bien del otro. De hecho el personaje de Stanley sirve muchas veces como contrapunto cómico para relajar la tensión a la que está sometida Julia desde el arranque de la novela.

No es la primera vez que Levy recurre a la relación entre vivos y muertos en su escritura. En su primera novela Levy habla de una mujer que, de nuevo, se encuentra en un buen momento personal que se ve interrrumpido por un terrible accidente de tráfico. Su cuerpo se queda en el hospital con un diagnóstico de muerte cerebral y constantes estables. Sin embargo, su espíritu se ha separado de su cuerpo y entra en contacto con un arquitecto, la única persona que puede verla.

Podemos decir que Las cosas que no nos dijimos no llega al nivel de Ojalá fuera cierto, pero Levy sigue explotando con éxito el tema de la muerte y el impacto que trae a las personas que se encuentran alrededor. No hay nada tan cierto en la vida como la muerte. Sin embargo, muchas veces preferimos mirar para otro lado y crearnos murallas para evitar confrontar esa verdad. La consecuencia directa es que cuando la muerte acaba llegando a nuestro huerto, como dice el poeta, pues esas murallas donde nos refugiamos se caen como castillos de naipes. Y, ya tarde, queremos tener otra oportunidad para decir esas cosas que nunca dijimos.

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Literatura

El caso Galindez de Manuel de Dios Unanue

Una de las cosas que más me gusta de hospedarme en mis viajes en hostales y albergues es la posibilidad de compartir e intercambiar libros. Estos establecimientos suelen contar con un espacio donde uno puede practicar el bookcrossing, es decir, dejar el libro que traías una vez lo has acabado y coger otro en su lugar. A parte de ser una medida muy eficaz contra la crisis, el bookcrossing te permite descubrir libros que muchas veces nunca hubieras comprado o notado que existieran, ampliando así la gama de tus gustos y conocimiento. Mi viaje a China me ha dejado, entre otras cosas, otros tres libros de los cual vamos a hablar en este y los dos siguientes posts. El primero de los libros que me encontré en el viaje fue El caso Galíndez. Los vascos en los servicios de inteligencia de EEUU, del periodista Manuel de Dios Unanue. Este libro, aparte de analizar un crimen escurridizo y extraño que sucedió en los años 50 en Estados Unidos, es también una forma de conocer más a fondo la figura de J. E. Hoover, director del FBI y personaje de moda ahora gracias a la última peli de di Caprio.

Pero antes de hablar del libro tenemos que hablar de su escritor, tristemente asesinado y bajo circunstancias un tanto extrañas. Unanue fue uno de esos periodistas de verdad. En vez de ser cortesano en un congreso al abrigo de políticos y más interesado en pontificar que en informar, se dedicaba a investigar temas en profundidad para destapar historias al público que habían pasado inadvertidas o que se habían contaminado de forma deliberada. Cubano de nacimiento (y de ascendencia vasca) Unanue marchó al exilio por diferencias con la dictadura cubana. En Estados Unidos, donde residía, también entró en conflicto con los exiliados de Miami que no aceptaban la solventación del conflicto de forma hablada. Mientras investigaba las conexiones de los cárteles de la droga con las autoridades estadounidenses fue asesinado a sangre fría. La versión oficial fue que los capos de la droga querían su cabeza en una bandeja de plata y así silenciar de forma definitiva al incómodo escritor. La versión conspirativa sostiene, sin embargo, que eran los propios servicios de inteligencia estadounidenses los que no estaban interesados en que se conociera esta historia y que decidieron poner fin a la vida del periodista. Sea cual sea la verdad, de lo que no cabe ninguna duda, es que Unanue fue un gran periodista y que este volumen da muestra de ello.

«Un crimen que pretendió ser perfecto, descifrado con una minuciosidad extraordinaria por el autor, que como buen criminólogo recurre a las técnicas policíacas más tradicionales para desenmascarar a los culpables y a sus aliados.»

Así define el libro en el prólogo Fernando Moreno y la verdad es que las palabras son muy acertadas. Aquí no hay sitio para la literatura ni para interpretaciones peregrinas. Si hay una palabra que define al libro es rigurosidad, no hay cabos que se dejan sin atar. Pero la forma en la que narra el caso Unanue contribuye a la excitación del lector. No sólo nos cuenta el crimen de forma cronológica, sino también su investigación. De tal forma que poco a poco vamos avanzando en el conocimiento de los hechos, como si de una novela negra se tratara, cuyo final nos trae por fin la última pieza del rompecabezas y así llegar a conocer qué paso exactamente durante las últimas horas de vida de Galíndez. Pero… ¿quién es este Galíndez?

Jesús Galíndez fue un nacionalista que llegó a ser delegado del gobierno vasco en el exilio en Nueva York. También fue un profesor universitario y azote del caciquismo imperante en aquellos años en Latinoamérica, en especial contra el “benefactor” de la República Dominicana Leónidas Trujillo. Precisamente justo cuando trabajaba en su tesis en contra de Trujillo, una noche de 1956, Galíndez desapareció de la faz de la tierra sin dejar rastro. Tras unos días de incertidumbre se abre una investigación policial que poco a poco chocará por un lado con la falta de pruebas y por otro con trabas y engaños enviados desde diferentes esferas. Al final es Hoover, el entonces director del FBI, el que encomienda a sus chicos una investigación secreta y exhaustiva con el fin de esclarecer los últimos momentos de vida de Galíndez. ¿Por qué?

Pues porque Galíndez no era sólo un el delegado del gobierno vasco en el exilio. También era un informador del FBI. Y muy valioso para él. Galíndez llevaba mucho tiempo, incluso antes de llegar a Estados Unidos, informando no sólo al FBI sino también a la CIA, tanto del régimen fascista del general Franco como de emigrantes de España y otros países exiliados por cuestiones políticas en Estados Unidos. No hay que olvidar que estamos en plena caza de brujas y que el propio Hoover no aguantaba cualquier cosa que oliera simplemente a simpatizante con el ideario comunista. Galíndez en principio quería facilitar información sólo del régimen de Franco, al que intentaba boicotear diplomáticamente, pero no tuvo muchos escrúpulos facilitando información de propios compañeros a cambio de un buen fajo de dinero al mes.

El libro es, por tanto, una descripción de un tiempo no tan lejano donde la realpolitik se impone frente a las ideas y la ética. La postura ambivalente de Estados Unidos con dictaduras militares en Latinoamérica, la posición del PNV durante la guerra fría, el caso del propio Galíndez dando una de cal y otras de arena, agentes de seguridad traicionando incluso a las agencias de inteligencia y al país al que pertenecen… Un mural estremecedor. Por cierto, el subtítulo del libro (Los vascos en los servicios de inteligencia de EEUU) es más para justificar la publicación en la editorial (Txalaparta, editorial que no conocía especializada en libros sobre el País Vasco) que realidad. Al final hay un capítulo donde se habla un poco más de este tema pero el centro del libro es el esclarecimiento, basándose en los datos de investigación, del caso Galíndez y qué papel jugaron los demás agentes de la trama.

Investigando acerca de este libro me encontré con una grata sorpresa. El gran Manuel Vázquez Montalbán hizo una novela basándose en esta historia que más tarde fue llevada al cine. A continuación os dejo el tráiler de la peli. Ya sea a través del libro, la novela o la peli recomiendo encarecidamente que leáis sobre esta interesantísima historia y que nos pone en alerta acerca de los excesos de poder contra los que nada pueden hacer los ciudadanos.