En abril de 2007 se hizo famoso en España un eslogan de la televisión autonómica madrileña —presidida entonces, desde el tamayazo de 2003, por Esperanza Aguirre— que se ha convertido en una obra maestra, voluntaria o no, de la publicidad de cuanto llevamos de este siglo. En el anuncio de la tele, varios rostros conocidos de la cadena aparecen, muy serios, en diferentes puntos de la capital; cada uno de ellos sujeta con ambas manos un espejo donde se refleja, ni más ni menos, la realidad, lo que hay a nuestro alrededor, lo que ellos nos cuentan. Esa es (era) la idea, según parece. Cuando se marchaba Sánchez Dragó, que era el último porque su programa se emitía por las noches, la estrellita de cinco colores de la cadena daba paso a una joya del calambur: «Espejo de lo que somos». Y a partir de ahí, la leyenda y las opiniones encontradas: que si había sido un descuido, que si todo era un mensaje contra la censura que se estaba cargando la cadena. Que cómo se podía ser tan torpe. Que cómo se podía ser tan genial.
La poesía procaz de todas las lenguas lleva siglos jugando a hacer calambures, y en español son muchos los que llevan jota. En el Cancionero de amor y de risa, López Barbadillo recoge unas seguidillas anónimas y de nuevo madrileñas que ya aparecían en la edición de 1892 de Venus retozona, aunque hay quien piensa que son muy anteriores. La primera de ellas dice así: «En Madrid robé un ajo / a una tendera; / me ordenó la justicia / que el ajo diera». No seguiré por ahí, pero aviso de que las otras tres concluyen la historia y abundan en los mismos condimentos.
«Estas palabras hay que oírlas, no leerlas», escribe Borges en su famoso texto sobre César y Marco Bruto y el gaucho y la sorpresa. Parafraseando a Borges, podemos recordar que a Samaniego se le atribuye otro de estos poemas especialmente indicados para escuchar más que para leer. Se trata de cinco coplas protagonizadas por los amantes Dora y Dido, y de nuevo el calambur busca en casi todas el verbo de otras veces, aunque el poeta se permitirá alguna que otra rima distinta, siempre con el mismo fonema perturbador:
Casose Dora la bella
con Dido, y Dido intentó,
la noche que se casó,
hacerle un hijo, hijo de ella.
Como pasó mala noche
aquella en que fue casada,
se levantó al otro día
con toda la cara ajada.
Desde que le vio su padre
con el semblante perdido,
enojado le pregunta:
«¿Quién te ha casado, hijo Dido?».
Un hijo piden a Dora
los de su casa cantando,
y Dido le dice a Dora:
«¿Hijo piden? Hijo damos».
Para pan y para aceite
a Dora y Dido pidieron,
y fueron tan liberales
que con gran despejo dieron.
Obsérvese que, para leer «bien» el último verso, hay que ponerle puntos suspensivos a algo que no cabe en ocho sílabas.
Del Jardín de Venus rescato una décima, más bien discreta, que juega con el tópico de las pretendidas beatas y que otra vez hace del calambur malsonante —que ha llegado hasta hoy en diversos chistes, siempre muy malos— la excusa de la composición:
Madre e hija con su manto
devotas al templo vienen,
no eran aquellas que tienen
devoción con algún santo.
La madre al divino canto
atiende, y cuando el tenor
computas dijo al cantar,
exclamó: «Mi dicha es fija,
mira que nos llaman, hija,
vamos al altar mayor».
Cuando Vicente García de Diego entró en la Academia, recordó que la falsa etimología de la voz gazapatón nos sigue haciendo creer, erróneamente, que se trata de un gazapo grande. Y no: la primera acepción de gazapatón en el DRAE es ‘expresión malsonante en que se incurre por inadvertencia o por mala pronunciación’. Pues bien: desde aquel dulce que lamían a destiempo Salicio y Nemoroso hasta la legendaria e intemporal Égloga de Domingo Tera, pasando por algunas canciones de Académica Palanca —la más célebre es «La apoyadura»— o numerosas identidades apócrifas en Facebook, el calambur, y muy especialmente el calambur malsonante, sigue dando pie y medio a que los poetas se regodeen en ajos, espejos, hijos y dones mientras nos echan las culpas de todo a nosotros, que no hacemos más que leer en voz alta, ingenuos, inocentes, gazapatoneando.