Los libros repentinos, de Pablo Gutierrez, lo tiene todo; primor en la palabra, con hallazgos inusuales: estabular, escorrentía, telegénica, caliche, osmotizar, consiliario, baratario, arriate, vesania; realismo social; música gramatical; li-te-ra-tu-ra. El problema, el pecado de Los libros repentinos es que no nos llega santificado por la rúbrica del tiempo. Hay quien piensa que la literatura es un ejercicio de posteridad, algo que solo tiene valor cien o doscientos años después. Los que sostienen esta lógica acomplejada suelen afirmar: solo leo clásicos, perfumándose así de cierta impostura elitista y olvidando que Lope o Cervantes o Flaubert también estrenaron en vida, también vieron sus obras en el escaparate del momento antes de que pasaran al escaparate fabuloso del canon. Parece que ciertas obras clásicas han estado siempre en la escena cultural hace doscientos años. Nunca fueron presente. Resulta que no.
Escrito en tercera persona, Los libros repentinos responde a lo que en España siempre se ha etiquetado como realismo social, una suerte de costumbrismo localista que no tiene aspiraciones universales pero que al final acaba epatando con el lector porque todo el mundo conoce aquello que se está contando. Y porque al fin y al cabo un barrio es un barrio en cualquier parte del mundo, solo cambia el lenguaje. El argumento de Los libros repentinos es sencillo: una viuda de barrio pobre topa con una colección de libros que empieza a devorar con inusitada fiereza, los libros son de Baroja, Buero Vallejo, García Lorca, Ortega y Gasset, Valle Inclán, la lista es imperial e incontestable. La viuda (la vieja) empieza gracias a la lectura a releer su propia biografía, vemos el barrio de casas baratas erigirse durante lo que se ha terminado por llamar tardofranquismo, vemos el auge y la caída de la heroína, vemos a los vecinos del barrio, sus tribulaciones, sus embarazos más o menos deseados, su particular derrota, vemos en definitiva la vida lumpen de las afueras. Un buen día los vecinos del barrio reciben este bando del ayuntamiento: Se prohíbe tender la ropa en ventanas y balcones exteriores. Y la novela se convierte en una deliciosa crónica de rebelión barrial. La vieja se alza como líder y el barrio vive una floración comunal. No sigo para no destriparte el libro.
Por su ritmo y por su delicadeza sintáctica la prosa de Pablo Gutiérrez vuela y, por momentos, uno tiene la sensación de que la novela se va creando con la lectura, como si en realidad solo estuviera impresa mientras uno la lee, cosa que si se piensa bien, es absolutamente cierta siempre. Nada está escrito hasta que no es leído.
Una buena muestra del estilo de Pablo Gutiérrez es el inicio del tercer capítulo de la primera parte: Los años ochenta y los noventa, cada cual con su mito y su sustancia, su serie de TV y su monomanía: las drogas de los ochenta te tumbaban sobre un colchón despellejado, el jaco era mejor que follar, mejor que beber, mejor que bailar, e impedía que hicieras cualquiera de las tres cosas; las drogas de los noventa son vitaminas, no te duermen, te dopan, eres un caballo de carreras, eres mil veces más fuerte, no necesitas cucharas ni papel de aluminio, las píldoras caben en la yema de un dedo; las drogas de los ochenta eran tan vulgares, el aparejo de la goma, la aguja y la sangre, los yonquis sólo eran yonquis y por tanto una especie subhumana; los yonquis finiseculares son empresarios, directores de banco, estrellas de la TV, adoradores del sol, hetarias, danzarines, jugadores de fútbol, contratenores, chicas muy guapas que sólo quieren bailar y tomar drogas, suena la peor música del mundo, pero suena al compás de las embestidas del porno, ya nadie folla suave como en las melopeas de Pink Floyd, no se trata de darse besos sino de darse asco, el asco también es sexy, no es la unión del derviche y la ninfa, no hay incienso ni luces estroboscópicas ni rock sinfónico, se folla por competición, hay sexo de cinco minutos, y de tres horas con pausas para nuevas consumiciones, hay un instante, hay urgencia, hay que hacerlo todo esta noche, un juego de rol donde siempre gana el más cabrón.
Hay que leer de todo. Novela, ensayo, periodismo, poesía, relatos. Pero sobre todo hay que mirar con cierto cariño lo que se produce hoy, lo que los escritores de hoy dicen sobre el hoy. No leemos a Shakespeare para que nos pinte la vida del siglo XXI, leemos a Shakespeare empujados por un canon que puede verse alterado a lo largo de la historia. El valor del clásico (contradictoriamente) es un valor testimonial (un testimonio que no envejece), el valor de lo que se escribe hoy, de lo que se está escribiendo ahora, es un valor fugaz y por ello hermoso, que solo durará unos meses y lo perderemos para siempre. Para los clásicos siempre habrá tiempo, para los contemporáneos, para los escritores que se dan de puñetazos cada día con el presente, solo hay una oportunidad.